Quiero compartir una carta llena de ternura en la que Eleanor Marx-Aveung, hija de Carlos Marx, describe como fue su infancia junto al gran revolucionario del siglo XIX. Un retrato cercano y precioso al perfil humano de esta gran figura, del que se han dicho tantas falsedades, también en el plano personal. Espero que lo disfrutéis tanto como lo he hecho yo.
KARL MARX (notas dispersas) por ELEANOR MARX-AVEUNG:
Mis amigos austríacos
me piden que les envíe algunos recuerdos de mi padre. No podían haberme pedido
nada más difícil. Pero los hombres y mujeres de Austria están realizando una
lucha tan espléndida por la causa en favor de la cual vivió y trabajó Karl Marx,
que no es posible negarse. Y por eso trataré de enviarles algunas notas
dispersas y desorganizadas acerca de mi padre.
Muchas historias se
han contado sobre Karl Marx, sobre sus "millones" (en libras
esterlinas, por supuesto, ya que no podía ser moneda de menor denominación),
hasta una subvención pagada por Bismarck, al que supuestamente visitaba
constantemente en Berlín en los días de la Internacional (¡). Pero, después de
todo, para los que conocieron a Karl Marx ninguna leyenda es más divertida que
esa muy difundida que lo pinta como un hombre moroso, amargado, inflexible,
inabordable, una especie de Júpiter Tonante, lanzando siempre truenos, incapaz de
una sonrisa, aposentado indiferente y solitario en el Olimpo. Este retrato del
ser más alegre y jubiloso que haya existido, de un hombre rebosante de buen
humor, cuya cálida risa era contagiosa e irresistible, del más bondadoso,
gentil, generoso de los compañeros es algo que no deja de sorprender —y
divertir— a quienes lo conocieron.
En su vida hogareña,
lo mismo que en las relaciones con sus amigos e inclusive con los simples
conocidos, creo que podría afirmarse que las principales características de
Karl Marx fueron su perdurable buen humor y su generosidad sin límites. Su
bondad y paciencia eran realmente sublimes. Un hombre de temperamento menos
amable se hubiera desesperado ante las interrupciones constantes, las
exigencias continuas que recibía de toda clase de personas. Que un refugiado de
la Comuna —un viejo terriblemente monótono, por cierto— que había retenido a
Marx durante tres horas mortales, cuando se le dijo por fin que el tiempo urgía
y que todavía había mucho trabajo por hacer, le respondiera: "Mon cher
Marx, je vous excuse" es característico de la cortesía y la gentileza
de Marx.
Lo mismo que con
aquel aburrido señor, con cualquier hombre o mujer al que creyera honesto (y
prestaba su precioso tiempo a muchos que abusaban lamentablemente de su
generosidad), Marx fue siempre el más amistoso y bondadoso de los hombres. Su
facultad para "atraer" a la gente, para hacerles sentir que estaba
interesado en ellos era maravillosa.
He oído hablar, a
hombres de las más diversas ideas y posiciones, de su capacidad peculiar para
comprenderlos y para comprender sus posturas. Cuando creía que alguien era
realmente honesto su paciencia era ilimitada. Ninguna pregunta le parecía
demasiado trivial y ningún argumento demasiado infantil para una discusión
seria. Su tiempo y sus vastos conocimientos estaban siempre al servicio de
cualquier hombre o mujer que se mostrara ansioso de aprender.
Pero era en su
relación con los niños donde Marx era quizás más encantador. No ha habido
compañero de juegos más agradable para los niños. El recuerdo más antiguo que
tengo de él data de mis tres años de edad, y "Mohr" (tengo que usar
el viejo apodo familiar) me llevaba cargada sobre sus hombros alrededor de
nuestro pequeño jardín en Grafton Terrace poniéndome flores en mis cabellos
castaños.
Mohr era, en opinión
de todos nosotros, un espléndido caballo. Antes —yo no recuerdo aquellos días
pero me lo han contado— mis hermanas y mi hermanito —cuya muerte poco después
de mi nacimiento fue una pena de toda la vida para mis padres—
"arreaban" a Mohr, atado a unas sillas sobre las que se
"montaban" y que él tenía que arrastrar…
Personalmente —quizás
porque no tenía hermanas de mi edad— prefería a Mohr como caballo de montar.
Sentada sobre sus hombros, agarrada a su gran crin de pelo, negro por aquella
época, apenas con un poco de gris, me dio magníficos paseos por nuestro pequeño
jardín y por los terrenos —ahora construidos— que rodeaban nuestra casa de Grafton
Terrace. Debo decir algo sobre el nombre de "Mohr". En la casa todos
teníamos apodos. (Los lectores de El capital saben lo hábil que era Marx
para poner nombres.)
"Mohr" era
el nombre habitual, casi oficial, por el que Marx era llamado, no sólo por
nosotros, sino por todos los amigos más íntimos. Pero también era nuestro
"Challey" (supongo que se trataba, originalmente, de una corrupción
de Charley) y nuestro "Old Nick". Mi madre era siempre nuestra
"Mohme". Nuestra vieja amiga Héléne Demuth —amiga de toda la vida de
mis padres— se convirtió, después de pasar por una serie de nombres, en "Nym".
Engels, después de 1870, era nuestro "General". Una amiga muy íntima —Lina
Scholer— nuestra "Old Mole". Mi hermana Jenny era "Qui Qui,
Emperador de la China" y "Di". Mi hermana Laura (la esposa de
Lafargue) era "el Hotentote" y "Kakadou". Yo era
"Tussy" —apodo que he conservado— y "Quo Quo, Sucesor del
Emperador de la China" y, durante mucho tiempo, fui también "Getwerg
Alberich" (de los Niebelungen Lied).
Pero si Mohr era un
excelente caballo, tenía otra cualidad superior. Era un narrador único, sin
rival. He oído decir a mis tías que, cuando era niño, era un terrible tirano
con sus hermanas a las que "guiaba" por el Markusberg en Treveris a
gran velocidad, sirviéndole de caballos y, lo que era peor, insistía en que
comieran los "pasteles" que hacía con una sucia masa y con manos más
sucias todavía. Pero ellas soportaban el "paseo" y comían los
"pasteles" sin un murmullo, para escuchar las historias que Karl les
contaba como premio por sus virtudes. Y así, muchos años después, Marx les
contaba historias a sus hijas. A mis hermanas —yo era entonces demasiado
pequeña— les contaba cuentos cuando iban de paseo, y aquellos cuentos se medían
por millas no por capítulos.
"Cuéntanos otra
milla", era la petición de las dos niñas. Por mi parte, de los muchos
cuentos maravillosos que Mohr me contó, el más delicioso era "Hans
Röckle". Duró meses y meses; era toda una serie de cuentos. ¡Lástima que
nadie pudo escribir aquellos cuentos tan llenos de poesía, de ingenio, de
humor! Hans Röckle era un mago al estilo de Hoffmann, que tenía una tienda de
juguetes y que siempre estaba "a la cuarta pregunta". Su tienda
estaba llena de las cosas más maravillosas —hombres y mujeres de madera, gigantes
y enanos, reyes y reinas, trabajadores y señores, animales y pájaros tan
numerosos como los del Arca de Noé, mesas y sillas, carruajes, cajas de todas
especies y tamaños.
Y, aunque era un
mago, Hans no podía cumplir nunca con sus obligaciones ni con el diablo ni con
el carnicero y por eso —muy en contra de su voluntad— se veía obligado siempre
a vender sus juguetes al diablo. Éstos atravesaban entonces por maravillosas
aventuras —que terminaban siempre en el regreso a la tienda de Hans Rockle.
Algunas de estas
aventuras eran tan tristes y terribles como cualquiera de las de Hoffmann;
algunas eran cómicas; todas narradas con inagotable inspiración, ingenio y
humor. Y Mohr también les leía a sus hijas. A mí, y a mis hermanas antes, me
leyó todo Homero, todos los Niebelungen Lied, Gudrun, Don Quijote, Las
mil y una noches, etcétera. Shakespeare era la Biblia de nuestra casa,
siempre en boca de alguien y en manos de todos. Cuando cumplí seis años me
sabía de memoria todas las escenas de Shakespeare. Al cumplir los seis años,
Mohr me regaló mi primera novela: la inmortal Peter Simple. A ésta
siguió toda una serie de Marryat y Cooper.
Y mi padre leía cada
uno de los cuentos al mismo tiempo que yo y los discutía seriamente con su
hijita. Y cuando esa niñita, entusiasmada por los relatos marinos de Marryat,
declaró que sería "Post- Captain" (fuera lo que fuera
lo que esto significara) y consultó a su papá si no podría "vestirse como
niño" y "marcharse para unirse a un guerrero" le aseguró que muy
bien podría hacerse, sólo que no había que decir nada de ello a nadie mientras
los planes no hubieran sido bien madurados. Pero antes de madurar aquellos
planes surgió una nueva manía, la de Scott, y la niñita se enteró para su
horror que ella misma pertenecía, en parte, al detestado clan de los Campbell.
Entonces empezaron
los proyectos para levantar a los Highlands y revivir a los "cuarenta y
cinco". Debo añadir que Scott era un autor al que Marx volvía una y otra
vez, al que admiraba y conocía tan bien como a Balzac y a Fielding. Y mientras
hablaba de éstos y otros muchos libros mostraba a su hijita, aunque ella no se
daba plena cuenta de esto, cómo buscar lo mejor de cada obra, enseñándole —aunque
ella nunca pensó que le estaban enseñando, porque se habría opuesto a ello— a tratar
de pensar, a tratar de entender por sí misma.
Y de la misma manera,
este hombre "amargo" y "amargado" hablaba de
"política" y de "religión" con su pequeña hija. Recuerdo perfectamente
que, cuando tenía quizás unos cinco o seis años, al sentir ciertas inquietudes
religiosas (habíamos ido a una iglesia católica a oír una bellísima música) se
las confié por supuesto a Mohr y entonces él me explicó todo con gran claridad
y directamente, de tal modo que desde entonces hasta ahora jamás una duda
volvió a cruzar mi mente. Y cómo recuerdo su relato de la historia —no creo que
jamás haya sido narrada de esa manera, antes o después— del carpintero a quien
mataron los ricos, diciéndome una y otra vez: "Después de todo, podemos
perdonar mucho al cristianismo, porque nos enseñó el culto del niño."
Y el mismo Marx pudo
haber dicho "Dejad que los niños se acerquen a mí" porque, a
dondequiera que iba, aparecían de alguna manera los niños. Si se sentaba en el
Heath en Hampstead —un gran espacio abierto en el Norte de Londres, cerca de
nuestra antigua casa—, si se sentaba en un banco en algún parque, pronto se
veía rodeado de un grupo de niños, que entablaban las más amistosas e íntimas
relaciones con aquel hombre corpulento, de largos cabellos y barba, con
bondadosos ojos castaños. Niños totalmente desconocidos se le acercaban, lo detenían
en la calle... Recuerdo que una vez un pequeño escolar de unos diez años,
detuvo sin ninguna ceremonia al temido "jefe de la Internacional" en
Maitland Park, pidiéndole que "hicieran cambalache de navajas". Tras
una corta y necesaria explicación de que "cambalache" era, en
lenguaje escolar, "cambio", los dos sacaron sus navajas y las
compararon. La del niño sólo tenía una hoja; la del hombre tenía dos, pero no
había duda de que estaban gastadas. Después de larga discusión se llegó a un
acuerdo y se intercambiaron las navajas, añadiendo un penique el terrible
"jefe de la Internacional", en consideración de lo gastado de sus
navajas.
Cómo recuerdo,
también, la infinita paciencia y dulzura con que, una vez que la guerra
norteamericana y los Blue Books desplazaron por el momento a Marryat y a
Scott, respondía a todas las preguntas y nunca se quejaba de una interrupción.
Y, sin ambargo, no debe haber sido pequeña molestia el tener al lado a una niña
conversando mientras él trabajaba en su gran libro. Pero nunca permitió que la
niña sintiera que estaba molestando. Recuerdo que, por entonces, me sentía absolutamente
convencida de que Abraham Lincoln necesitaba urgentemente de mis consejos
respecto de la guerra y le dirigía largas cartas que Mohr, por supuesto, tenía
que leer y poner en el correo. Muchos años después me mostró aquellas cartas
infantiles, que había conservado porque le habían divertido.
Y así, en los años de
mi niñez y mi adolescencia, Mohr fue el amigo ideal. En la casa todos éramos
buenos camaradas y él era siempre el más bondadoso y de mejor humor. Aun
durante los años de sufrimiento, cuando estaba constantemente enfermo, cuando
sufría de carbunclos, aún hasta el final...
He anotado estos
recuerdos dispersos, pero estarían incompletos si no añadiera unas palabras
acerca de mi madre. No es una exageración decir que Karl Marx no habría sido
jamás lo que fue sin Jenny von Westphalen. Jamás las vidas de dos seres —ambos
notables— se identificaron tanto, fueron tan complementarias una de otra. De
extraordinaria belleza —una belleza que a él le produjo goce y orgullo hasta el
final y que había despertado admiración en hombres como Heine y Herwegh y
Lasalle—, de una mente y un ingenio tan brillantes como su belleza, Jenny von
Wetsphalen era una mujer como sólo se encuentra una en un millón. De niños,
Jenny y Karl jugaron juntos; de jóvenes —él de diecisiete años, ella de
veintiuno— se comprometieron en matrimonio y, como Jacobo por Raquel, él hizo
méritos por ella siete años antes de casarse. Después, a través de los años de
tormentas y dificultades, de exilio, tremenda pobreza, calumnias, dura lucha y
esforzada batalla, los dos, con su fiel amiga Héléne Demuth, se enfrentaron al
mundo, sin titubear, sin retroceder, siempre en el sitio del deber y del
peligro. En verdad pudo decir de ella, con las palabras de Browning:
Es,
inmortalmente, mi desposada.
Ni
la suerte puede variar mi amor
ni
el tiempo deteriorarlo.
Y pienso algunas
veces que un lazo casi tan fuerte entre ellos como su devoción a la causa de
los trabajadores era su inmenso sentido del humor. No hay duda de que nadie ha
gozado más de un buen chiste que ellos dos. Una y otra vez —especialmente si la
ocasión exigía decoro y compostura—, los he visto reír hasta que las lágrimas
corrían por sus mejillas y, aun aquellos inclinados a molestarse por tan
terrible ligereza, no podían hacer más que reírse con ellos. Y con cuánta frecuencia
los he visto sin osar mirarse mutuamente, sabiendo los dos que si
intercambiaban una mirada no podrían contener la risa.
Ver a los dos con los
ojos fijos en cualquier otra cosa, para todo el mundo como dos niños de
escuela, sofocados de una risa contenida que por fin, a pesar de todos los
esfuerzos, habría de estallar, es un recuerdo que no cambiaría por todos los
millones que suele decirse que he heredado. Sí, a pesar de todos los
sufrimientos, la lucha, las decepciones, era una alegre pareja y el amargado
Júpiter Tonante no pasa de ser una ficción de la imaginación burguesa. Y, si en
los años de lucha hubo muchas desilusiones, si tropezaron con una extraña ingratitud,
tuvieron lo que pocos poseen: verdaderos amigos. Donde se conoce el nombre de
Marx se conoce también el de Frederick Engels. Y los que conocieron a Marx en
su hogar recuerdan también el nombre de la más noble mujer que haya existido,
el honrado nombre de Héléle Demuth.
Para los que estudian
la naturaleza humana no parecerá extraño que este hombre, que era tan gran
luchador, fuera al mismo tiempo el más bondadoso y gentil de los hombres. Entenderán
que sólo podía odiar tan ferozmente porque era capaz de amar con esa
profundidad; que si su afilada pluma podía encerrar a un alma en el infierno
como el propio Dante era porque se trataba de un hombre leal y tierno; que si
su humor sarcástico podía atacar como un ácido corrosivo, ese mismo humor podía
ser un bálsamo para los preocupados y afligidos.
Mi madre murió en
diciembre de 1881. Quince meses después, él, que nunca se había separado de
ella en vida, fue a reunirse con ella en la muerte. Después de la caprichosa
fiebre de la vida, los dos reposan. Si ella fue una mujer ideal, él, bueno, él
"era un hombre, en todo y por todo, como no espero hallar otro
semejante".